Domingo 30º. Ciclo A. domingo 29 de octubre de 2023

Ex 22, 20-26           “Si hacen daño a la viuda y al huérfano, mi ira arderá contra ustedes”

1 Tes 1, 5c-10         “Ustedes se convirtieron, abandonando los ídolos, para servir a Dios”

Mt 22, 34-40           “Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo”

Evangelio

Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»
    Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».

Comentario

El mandamiento más grande

El Evangelio de este domingo, nos ha recordado que el amor es el compendio o el resumen de toda la Ley divina. El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba. Uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mas grande de la Ley?» (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento» (Mt 22, 37-38).

En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41): la proclamación del amor íntegro y total que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas: corazón, alma y espíritu, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a Dios. Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso de la voluntad y del sentimiento, sino también del espíritu, de la inteligencia, que por tanto no debe ser excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al pensamiento de Dios.

Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el doctor de la ley no había pedido: «El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: «De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40)

           La página del evangelio que estamos meditando subraya que ser discípulo de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el primero y el mayor de los mandamientos de la ley divina, el mandamiento del amor. También la primera lectura, del libro del Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado en las relaciones entre las personas; que tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que debemos amar en concreto es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún defensor. El autor sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por unos de estos pobres. Dice el texto:

“No maltratarás al extranjero ni lo oprimirás, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto. No harás daño a la viuda ni al huérfano. Si les haces daño y ellos me piden auxilio. Yo escucharé su clamor…Si prestas dinero a un miembro de mi pueblo, al pobre que vive a tu lado, no te comportarás con él como un usurero, no le exigirás interés. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes que se ponga el sol, porque ese es su único abrigo y el vestido de su cuerpo”.

            El salmo 17, convierte a Dios como la seguridad del pobre y del creyente, que edifica su vida, en la solidez de la confianza de su Señor. Dice el salmista:

“Yo te amo, Señor, mi fuerza, Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador”


           En la segunda Lectura podemos ver una aplicación concreta del mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender que, aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con cariño en su corazón. Por este motivo los señala como «modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya» (1 Ts 1, 7). Por supuesto, no faltan debilidades y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco tiempo, pero el amor todo lo supera, todo lo renueva, todo lo vence: el amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue dócilmente las palabras de Cristo, divino Maestro, transmitidas a través de un fiel discípulo suyo.

«Ustedes, a su vez, imitaron nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san Pablo—, recibiendo la Palabra en medio de muchas dificultades». (1 Ts 1, 6.). La lección que sacamos de la experiencia de los Tesalonicenses, experiencia que en verdad se realiza en toda auténtica comunidad cristiana, es que el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra divina. Es un amor que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y precisamente así crece el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor. ¡Qué importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la existencia personal y comunitaria!

Amarás a tu prójimo como a ti mismo

            El considerar este evangelio nos lleva el confesar la distancia que guardamos entre nuestra vida y el mensaje. La gracia de Dios hace posible con nuestra colaboración, este acercamiento a la práctica de la palabra. Alguien dijo que Dios no es un invento sino un descubrimiento. Cuando descubrimos y vivimos este amor de Dios, nuestra realidad y nuestra vida de convivencia, comienzan a cambiar. El amor de Dios por nosotros y en nosotros nos capacita para devolver o retribuir su don con obras de verdad. El verbo amarás aparece en primer mandamiento de la ley de Dios, según la versión actual del Catecismo, resumiendo el texto comentado. Amarás a Dios sobre todas las cosas. (Es más bíblico y correcto conjugar el verbo de este modo que en el infinitivo amar) y es la fuente del amor al prójimo, imagen de Dios, base de todos los mandamientos. El pecado por lo tanto es el desamor.  De manera que ambos se relacionan. No puede existir verdadero amor de Dios sin amor del prójimo, caeríamos en una especie de pietismo descarnado, pero tampoco puede existir verdadero amor al prójimo, que no sea por Dios, caeríamos en un filantropismo complaciente. Dios es lo primero, lo más grande. Su amor totaliza o unifica al hombre, y agranda el corazón, para que entren los amigos y aquellos que no lo son. Porque como dice San Juan, Dios nos amó primero.

            El Papa Beato Juan Pablo I, Albino Luciani, hace una hermosa catequesis sobre la virtud de la caridad y nos dice:

Dice la Imitación de Cristo: el que ama currit, volat, laetatur, corre, vuela, goza (l. III, cap. V, 4). Amar a Dios es, por tanto, un viajar con el corazón hacia Dios. Un viaje bellísimo. De muchacho, me entusiasmaban los viajes narrados por Julio Verne («Veinte mil leguas de viaje submarino», «De la tierra a la luna», «La vuelta al mundo en 80 días», etc.) Pero los viajes del amor a Dios son mucho más interesantes. Están contados en las vidas de los santos…Amar a Dios con todo. Subrayo aquí el adjetivo «todo». El totalitarismo en política es malo. En cambio, en religión nuestro totalitarismo respecto a Dios cuadra estupendamente. Con otras palabras: el amor a Dios es prevaleciente sin duda, pero no exclusivo.
Por amor a Vos amo al prójimo. Estamos aquí ante dos amores que son «hermanos gemelos» e inseparables.

            Este amor de Dios está siempre en movimiento, en circulación. El pecado lo desvincula con Dios. Es un amor que viene de Dios, pasa por la persona, sale al encuentro del prójimo, ya que el bien es difusivo, y vuelve a Dios. Es un amor, en un corazón, con tres direcciones y en tres grados. Dios, el prójimo y yo. Por eso el anillo o alianza de los matrimonios, es circular no solo como adaptación al dedo, sino como indicación que este amor circula por el esposo y la esposa, y Dios en medio por el sacramento.

            Concluimos con una hermosa reflexión del Cardenal Rainiero Cantalamessa

Cuando se habla del amor al prójimo el pensamiento va en seguida a las “obras” de caridad, a las cosas que hay que hacer por el prójimo: darle de comer, de beber, visitarlo; es decir, ayudar al prójimo. Pero esto es un efecto del amor, no es aún el amor. Antes de la beneficencia viene la benevolencia; antes que hacer el bien, viene el querer. La caridad debe ser “sin fingimientos”, es decir, sincera (literalmente, “sin hipocresía”) (Rm 12, 9); se debe amar “verdaderamente de corazón” (1 Pe 1,22). Se puede de hecho hacer caridad o limosna por muchos motivos que no tienen nada que ver con el amor: por quedar bien, por parecer benefactores, para ganarse el paraíso, incluso por remordimientos de conciencia. Mucha caridad que hacemos a los países del tercer mundo no está dictada por el amor, sino por el remordimiento. Nos damos cuenta de la diferencia escandalosa que existe entre nosotros y ellos, y nos sentimos en parte responsables de su miseria. ¡Se puede tener poca caridad, también “haciendo caridad”! Está claro que sería un error fatal contraponer entre sí el amor del corazón y la caridad de los hechos, o refugiarse en las buenas disposiciones interiores hacia los demás, para encontrar una excusa a la propia falta de caridad actual y concreta. Si encuentras a un pobre hambriento y entumecido de frío, decía Santiago, ¿de qué sirve decir “Pobre, ve, caliéntate, come algo”, pero no le das nada de lo que necesita? “Hijos míos, añade el evangelista Juan, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn, 3,18). No se trata por tanto de subestimar las obras externas de caridad, sino de hacer que éstas tengan su fundamento en un genuino sentimiento de amor y benevolencia.

Esta caridad del corazón o interior es la caridad que todos y siempre podemos ejercer, es universal. No es una caridad que algunos -los ricos y sanos- pueden solamente dar y otros -los pobres y enfermos- pueden solo recibir. Todos podemos hacerla y recibirla. Además es muy concreta. Se trata de empezar a mirar con nuevos ojos las situaciones y las personas con las que vivimos. ¿Con qué ojos? Es sencillo: los ojos con que quisiéramos que Dios nos mirara a nosotros. Ojos de excusa, de benevolencia, de comprensión, de perdón

Padre Luis Alberto Boccia. Cura Párroco. Parroquia Santa Rosa de Lima. Rosario