Ap 7, 2-4. 9-14 “Vi una enorme muchedumbre, imposible de contar”
1 Jn 3, 1-3 “Porque lo veremos tal cual es”
Mt 4,25-5,12 “Felices los pobres, porque a ellos les pertenece el Reino”
Evangelio
Seguían a Jesús grandes multitudes, que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de Transjordania.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».
Comentario
La santidad es posible
La solemnidad de Todos los Santos invita a la Iglesia peregrina sobre la tierra a pregustar la fiesta sin fin de la Comunidad celestial, y a reavivar la esperanza en la vida eterna. Han transcurridos 14 siglos desde que el Panteón –uno de los más antiguos y célebres monumentos romanos– fue destinado al culto cristiano y dedicado a la Virgen María y a todos los Mártires: “Sancta María ad Martyres”. El templo de todas las divinidades paganas se había así convertido en memorial de los que, como dice el Libro del Apocalipsis, “vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7,14). Posteriormente, la celebración de todos los mártires se ha extendido a todos los santos, “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap. 7,9) –como se expresa todavía San Juan.
Dice San Bernardo, que “Nuestros santos no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos” (Discurso 2: Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss.).
En este deseo de la santidad se esconde la fuerza de los santos y es el significado propio de esta solemnidad: el contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscita en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Por eso ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.
Se puede afirmar con tres verbos este deseo de santidad, como un llamado o vocación universal, querer, pedir y luchar. Querer o desear ser santos, pedir a Dios esta ayuda y luchar por serlo, sin desanimarse
El Cardenal Rainero Cantalamessa, dice al respecto:
La primera cosa que es necesario hacer, cuando se habla de santidad, es liberar a esta palabra del miedo que ella inspira a causa de ciertas representaciones erróneas que se nos han hecho. La santidad puede permitir fenómenos extraordinarios; pero, no se identifica con ellos. Si todos son llamados a la santidad, es porque, entendida rectamente, está a disposición de todos, forma parte de lo normal de la vida cristiana.
La motivación de fondo de la santidad es desde el principio clara; y es que él, Dios, es santo. La santidad, según la Biblia, es la síntesis de todos los atributos de Dios. Isaías llama a Dios «el santo de Israel» (5,19). «Santo, santo, santo» es el grito, que acompaña a la manifestación de Dios en el momento de su llamada (Isaías 6, 3).
La santidad ya no es más un hecho ritual o legal sino moral; no reside en las manos sino en el corazón; no se decide fuera sino dentro del hombre; y se resume en la caridad.
Los mediadores de la santidad de Dios ya no son más los lugares (el templo de Jerusalén o el monte Garizín) (cfr. Mateo 11,21; Lucas 10, 13), los ritos, los objetos y las leyes sino una persona, Jesucristo. Ser santo no consiste tanto en ser un separado de esto o de aquello, cuanto en un estar unido a Jesucristo. En Jesucristo está la santidad misma de Dios, que nos alcanza en persona, no por una distante reverberación. Él es «el santo de Dios» (Juan 6,69).
De dos modos nosotros entramos en contacto con la santidad de Cristo y ella se nos comunica: por apropiación y por imitación. De ellos, el más importante es el primero, que se actúa con la fe y mediante los sacramentos. La santidad es, ante todo, un don, una gracia y es obra de toda la Trinidad.
Junto a este medio fundamental de la fe y de los sacramentos, también debe encontrar lugar la imitación, esto es, el esfuerzo personal y las buenas obras.
Por el camino de las bienaventuranzas
En las bienaventuranzas, que son un autorretrato de Jesús, el Señor, como un nuevo Moisés, que sube a la montaña, no para recibir de Dios los mandamientos, sino para dar ahora con su autoridad el medio de vivir el Reino de Dios proclama estas ocho felicidades, estas dichas, estas felicitaciones de Dios, como paradojas, distintas y extrañas para el mundo actual, pero que llenan el corazón del hombre. El bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.
Por eso decimos que la santidad es posible, no es un privilegio de pocos, sino un deber de todos.
Resumimos unos hermosos pensamientos del Padre José Luis Martin Descalzo (+)
Los santos son los mejores cristianos, con María a la cabeza. Son el rostro más hermoso de la Iglesia, la honra de nuestra fe, las verdaderas perlas de Dios.
Resulta bastante asombroso comprobar que hoy los cristianos no conocen apenas a sus santos. Antiguamente sus vidas eran casi lectura obligada en muchas casas, y su ejemplo calentaba los corazones de quienes lo oían. Hoy hemos cambiado de héroes. Por las noches en lugar de la vida de los santos, nos cuentan o leemos vida de personajes ficticios, de televisión o de moda
Los santos para el cielo y los altares, decía Benavente, donde se defiende la idea de que a la gente le gustan los santos siempre que estén lejos y que todos pensamos que están muy bien para el cielo y los altares, pero resultan molestos y son incomprendidos cuando están a nuestro lado. Los santos tienen una naturaleza como la nuestra, padecieron tentaciones y problemas como los nuestros, tuvieron que luchar como nosotros luchamos contra el mundo. La diferencia está en que ellos no se cansaron de luchar y se atrevieron a vivir contra corriente.
Los santos no son solo para venerarlos, sino, sobre todo, para imitarlos. Esta pregunta puede la nuestra como la que convirtió a San Ignacio de Loyola: “Y, si ellos… ¿Por qué no, yo?
Decía Péguy que el mundo está lleno de ex santos. Es cierto. Todos nosotros hemos sido santos o un poco santos durante un tiempo. Cuando hicimos aquellos retiros, en los primeros meses de vida religiosa, o de ordenado sacerdote. Lo que pasa es que, después de unos pocos días del fervor, todos nosotros nos cansamos y pasamos a la categoría de ex santos y mediocres
Sin embargo, quisiera descubrirles un secreto, no es nada fácil matar a ese pequeño santo que una vez empezamos a ser. Está dentro de nosotros, dormido o adormilado, nos grita constantemente que no quiere morir, que el está ahí, que aún podemos dar vida al santo, que pudimos ser
Con santidad pasa como con los equipos de futbol que ascienden o descienden. Todos los cristianos podemos esforzamos un poquito y volver a ascender a la santidad
Padre Luis Alberto Boccia. Cura Párroco. Parroquia Santa Rosa de Lima. Rosario