2º Domingo de Cuaresma. Ciclo B. domingo 25 de febrero de 2024

Gn 22, 1-2. 9-13. 15-18                     “El sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe”

Rom 8, 31b – 34                               “Dios no perdonó a su propio Hijo”

Mc 9, 2-10                                        “Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo”

Evangelio

            Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.

Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo.»

            De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos.»

Comentario

El monte de la transfiguración

            El domingo anterior, meditamos el evangelio de la tentación de Jesús en el desierto. Hoy pasamos a otro suceso y escenario. Su transfiguración en el monte Tabor. Es como un anticipo de la meta cuaresmal y de la vida: la Pascua. De manera simple y resumida, lo dice magistralmente el prefacio V de Cuaresma:

«En verdad es justo bendecir tu nombre Padre rico en misericordia, ahora que, en nuestro itinerario hacia la luz pascual, seguimos los pasos de Cristo, maestro y modelo de la humanidad reconciliada en el amor

Tú abres a la Iglesia el camino de un nuevo éxodo a través del desierto cuaresmal, para que, llegados a la montaña santa, con el corazón arrepentido y humillado reavivemos nuestra vocación de pueblo de la alianza convocado para bendecir tu nombre, escuchar tu palabra y experimentar con gozo tus maravillas”

            Esta montaña santa, este subir al monte, es un reflejo del camino de la vida, que exige esfuerzo e ilusión de llegar, para disfrutar luego la alegría de hacer cumbre. Hacia la cumbre de Dios, nos lleva y guía Jesús. Este encuentro de los tres discípulos escogidos, Pedro, Santiago y Juan, que estarán también, en la contracara de la agonía de Jesús, pero quedándose dormidos, manifiesta la epifanía de la gloria oculta de su divinidad, ya que en el desierto de la tentación, manifestó la epifanía de su humanidad.

            Este relato evangélico muestra dos signos importantes: la luz y la voz. La luz radiante del Señor iluminó su rostro y sus vestiduras, ese rostro que quedará desfigurado por el pecado de los hombres y sus vestidos arrancados por la crueldad de los soldados. Esa luz, de este misterio luminoso, irradio y transfiguró a los mismos apóstoles. Fue un momento de plena felicidad, por eso la expresión de Pedro: “Que bien estamos aquí”, para prepararlos al momento más doloroso, la pasión del Señor. San León Magno así lo expresa:

“El principal fin de la Transfiguración, era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la Cruz”.

  A esta interpretación, que es una constante en la enseñanza de la Iglesia, se une también la de San Beda, el Venerable, que comentando este episodio del Evangelio dice:

“El Señor permitió a Pedro, Santiago y Juan gozar durante un tiempo muy corto de la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad”.

            Leí hace poco un proverbio KiKuyu, propio de las tribus de Kenia en África, muy interesante. Dice

            “Cuando en lo alto de la montaña hay un amigo, resulta más fácil subir”

            En lo alto de la montaña, nos espera y nos guía el Señor, para darnos la transfiguración final. Hacía vamos, y nos dirigimos con esperanza en este tiempo favorable.

Almas radiantes

            Junto con el signo de la luz de Dios, que irradió en el alma de nuestro bautismo, y como elemento externo, nos pusieron la vestidura blanca, esta también el signo de la voz. No solo los tres discípulos vieron transfigurado a Jesús sino que escucharon la voz del Padre, que ya antes había hablado en su bautismo, anuncio de la primera transfiguración de nuestra alma: “Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo”

            Ahora, es Jesús a quien hay que escuchar. Él es la nueva ley y los profetas, representados en los dos personajes que aparecen a su lado, Moisés y Elías, que también experimentaron su transfiguración en un monte.

            Jesús es la Palabra, el Verbo. Él nos habla hoy en el evangelio. El anunciará el misterio de su muerte y resurrección. Un ejemplo de escucha obediente a Dios es el testimonio de Abraham, en la primera lectura. Estaba dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac, el hijo de la promesa, pero la mano de Dios detuvo el cuchillo sacrificador. “Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único”.

            El sacrificio que Dios prefiere es el de la obediencia de la fe. Pero por amor a nosotros, Dios entregó con dolor a su Hijo, y no detuvo la mano de los verdugos. Así lo dice San Pablo, en la segunda lectura:

“El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de favores?”

            Si el fruto de la obediencia de Abraham fue multiplicar su descendencia, formando el pueblo de Israel, el fruto de la obediencia de Jesús fue formar el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.

            El pasaje del evangelio termina diciendo que los tres apóstoles bajaron del monte, y Jesús le prohibió hablar de esto, hasta que resucite de entre los muertos. Por eso la transfiguración es un preludio de su resurrección y un paradigma, ya que no se puede llegar a la gloria sin pasar por la cruz, resumen del misterio pascual.

            Un alma luminosa, se refleja en la vida, y luego en el rostro. La gracia de Dios, es la que nos transfigura y embellece el alma. En cambio el pecado lo desfigura lo y afea. El estar cerca de Jesús, delante de Él, sea frente al Sagrario, o mirando su imagen, realmente serena el alma y la ilumina.

            Hoy ante tanto desborde de pornografía e imágenes violentas de la vida, el contemplar el rostro de Jesús, purifica los ojos y enaltece la mirada.

            La transfiguración de Jesús fue solo una vez. Pero nosotros podemos multiplicar en nuestra vida y en la de los demás muchas más transfiguraciones, si logramos irradiar la alegría y la belleza de la fe.

            Jesús no fue solo al monte Tabor. Lo acompañaron sus tres discípulos más cercanos. Esto es un signo y un desafió. Nos habla que no podemos llegar solos a la Pascua. Intentaremos animar a otros, si fueran tres mejor. Esta es nuestra tarea. Esta es nuestra petición. Si empezamos aunque rezando y pidiendo, podremos vivir lo que dice una hermosa frase:

“Quien está de rodillas ante Dios, podrá estar de pie ante cualquier circunstancia que se presente en la vida”

Padre Luis Alberto Boccia. Cura Párroco. Parroquia Santa Rosa de Lima. Rosario