Domingo 15º C. El buen Samaritano 2013

DOMINGO XV DURANTE EL AÑO – CICLO «C»

 

1ra. Lectura (Dt 30,9-14):

 

Este texto integra una unidad literaria mayor que abarca Dt 30,1-14 y sólo en este contexto puede comprenderse bien. En breve: el resto de Israel se encuentra en el exilio y se siente abandonado, lejos de su Dios. Entonces se le anuncia la cercanía de Dios, quien lo invita a volverse a Él (el verbo shûb está muy presente en toda la sección de 30,1-14). Pero para que sea posible el regreso a Dios y a la tierra (30,2-5), es necesario una transformación o circuncisión del corazón (Dt 30,6:»Yahveh tu Dios circuncidará tu corazón y el corazón de tu descendencia, a fin de que ames a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, para que vivas»). Este corazón purificado y capaz de amar, será entonces un corazón que escuche la voz del Señor y la ponga en práctica (30,8)[1].

Sigue el texto de este domingo que comienza con la promesa de Yavé de volver a bendecir a su pueblo con toda clase de frutos. Interesa notar que cuando dice «Porque el Señor volverá a complacerse en tu prosperidad» está utilizando el verbo hebreo (shûb) que tiene también un sentido ético, de conversión, de volverse hacia. Por tanto Dios se vuelve favorablemente hacia su pueblo y pide al pueblo que se vuelva (shûb) favorablemente hacia Él con todo el corazón y con toda su alma, escuchando y cumpliendo sus mandamientos. No vale la excusa de la imposibilidad de cumplirlos, sea por falta de fuerzas, sea por desconocimiento. Al contrario, Dios le recuerda a su pueblo que se le ha revelado como cercano, que ha puesto Su palabra en los labios y el corazón de su pueblo. Ya en Dt 29,28 había dicho: «Las cosas secretas pertenecen a Yahvé nuestro Dios, pero las cosas reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para siempre, a fin de que pongamos en práctica todas las palabras de esta Ley.». Así como en Dt 4,7 Yavé se presentaba como cercano a su pueblo («¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahveh nuestro Dios siempre que le invocamos?»), aquí se presenta Su Palabra como muy cercana.

 

Evangelio (Lc 10,25-37):

 

El texto comienza con un diálogo entre Jesús y un doctor de la ley. Éste lo inicia preguntando sobre lo que hay que hacer para heredar la vida eterna. Jesús lo remite a la Ley o Torá. El legista le responde citando dos textos de la misma (Dt 6,5 y Lev 19,18): «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo».

Jesús aprueba la respuesta del doctor de la Ley y lo exhorta a cumplir estos dos mandamientos esenciales para alcanzar la vida eterna: «Haz eso y vivirás».

Entonces el doctor de la Ley vuelve a preguntar para justificarse: «¿Y quién es mi prójimo?» La cuestión es determinar hasta dónde alguien es prójimo por cuanto estrictamente prójimo significa próximo, cercano, vecino. De hecho el término hebreo utilizado por Lev 19,18 que se traduce por prójimo tiene el matiz de amigo o compañero. Pues bien, según la interpretación rabínica más común el prójimo al que hay que amar es alguien que pertenece al mismo pueblo de Israel. Otros, más amplios, lo extienden a los extranjeros que habitan la tierra (cf. Lev 19,33-34); mientras que otros, más estrictos, lo restringían sólo a los israelitas piadosos y observantes.

En este contexto hay que entender la parábola del buen samaritano que Jesús da como respuesta a la última pregunta del doctor de la ley. Esta parábola se presta a un profundo análisis, pero por razones de brevedad nos focalizaremos en los elementos claves de la misma[2].

El relato comienza describiendo lo sucedido a un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y es atacado por ladrones quienes lo despojan de todo, lo golpean y lo dejan medio muerto. Notemos que este «hombre» permanece del todo anónimo, sólo se habla de él por pronombres. Además, por el hecho de haber sido despojado de todo, no es posible atribuirle ningún tipo de identificación social, étnica o religiosa. Es simplemente un hombre; es también, en cierto modo, todo hombre. Sólo importa su situación: quedó despojado, herido y medio muerto. Está en estado de extrema necesidad. Necesita imperiosamente de la ayuda de los demás para poder sobrevivir.

Aparece entonces en escena un sacerdote que volvía de Jerusalén, posiblemente después de cumplir sus funciones litúrgicas en el templo. Dos verbos describen su actitud: lo ve y se cruza al otro lado del camino (este es el sentido exacto del segundo verbo). O sea, pasa de largo, no lo ayuda.

Luego pasa un levita, que era un clérigo de rango inferior. Los mismos verbos describen su actitud: mira y se cruza al otro lado del camino. O sea que también pasa de largo y no socorre.

Para gran sorpresa de los oyentes judíos, el tercer personaje de la parábola es un samaritano, que para los judíos era considerado miembro de una comunidad despreciada, enemiga; alguien impuro y no ciertamente «prójimo». También dos verbos para describir su actitud: el primero es común con los otros dos personajes (viendo); el segundo hace la gran diferencia: se conmovió, tuvo entrañas de compasión. Este último verbo (splagjnizomai) se utiliza en los evangelios de modo particular para expresar la actitud compasiva y misericordiosa de Jesús ante el hombre que sufre o que está desorientado (Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20:34; Mc 1,41; 6,34; 9,22). En Lucas aparece, además de aquí, expresando los sentimientos de Jesús ante una viuda que ha perdido a su único hijo (Lc 7,13) y los del padre de la parábola ante el regreso del hijo pródigo (Lc 15,20).

Todas las acciones que siguen describen las consecuencias prácticas de la compasión del samaritano: se acercó, vendó sus heridas ungiéndolas con vino y aceite; lo cargó en su montura, lo llevó a una posada donde lo cuidó y al dejarlo pagó al posadero para que lo sigan cuidando.

  1. Bovon[3] hace un agudo comentario: «El bien es practicado por aquel a quien se asociaba con el mal».

 

Terminada la parábola, Jesús invita al doctor de la ley a tomar posición ante la misma mediante la pregunta: «¿Cuál de los tres te parece que fue prójimo del hombre asaltado por los ladrones?». Notemos que Jesús hace una inversión en el sentido del término prójimo tal como lo utilizó el letrado en su pregunta pues ya no se trata de delimitar quién debe ser considerado prójimo parar ayudarlo (sentido pasivo) sino de saber quién se hizo prójimo para socorrer al necesitado (sentido activo). Este cambio de punto de vista es posible por cuanto el «ser prójimo» es una «relación», supone dos personas que se acercan, que se avecinan. Así Jesús, manteniendo toda la realidad de la relación de «projimidad» desplaza el foco de atención y de valoración al sujeto que busca amar al prójimo, quien debe preocuparse por hacerse él mismo prójimo al acercarse al necesitado.

La respuesta dada por el letrado es la correcta: «El que tuvo compasión/misericordia de él». Entonces Jesús cierra el debate con la invitación a obrar así: «Ve, y procede tú de la misma manera».

La estrategia de la parábola utilizada por Jesús tenía por intención llevar al doctor de la ley a ponerse en el lugar del hombre necesitado de ayuda y a descubrir, desde allí, lo que significa ser prójimo. Ya no se trata de una categoría pasiva y reducida a un grupo o etnia, sino activa y universal: se trata de hacerse prójimo, o sea próximo o cercano, para ayudar a todo hombre que lo necesite.

De este modo Jesús le da una interpretación nueva al perenne mandamiento de amar al prójimo según la cual la cuestión fundamental no es saber quién es mi prójimo para amarlo, sino amar haciéndose prójimo de cualquier hombre que lo necesite.

 

 

ALGUNAS REFLEXIONES:

 

Se descubre un tema o eje común entre la primera lectura y el evangelio de hoy: la cercanía o proximidad. El libro del Deuteronomio nos revela a un Dios cercano que habla a su pueblo y cuya Palabra no está fuera del alcance del hombre que busca obedecerla, cumplirla.

En la misma línea Jesús en el evangelio interpreta el mandamiento de amar al prójimo como la exigencia, fruto del amor, de hacerse cercano, prójimo, del necesitado. Además, en una visión más amplia, podemos tener en cuenta la interpretación cristológica de la parábola que hacen muchos Padres de la Iglesia viendo en las actitudes y gestos del buen samaritano a Jesús que se hace cercano al hombre herido por el pecado y lo cura. Según los Santos Padres, nada pueden hacer por él la ley y el culto antiguo; sólo Jesús puede salvar al hombre. Al respecto comenta H. U von Balthasar[4]: «La parábola del buen samaritano es aparentemente una historia donde Jesús no aparece. Y sin embargo lleva claramente su marca, nadie más que él podía contarla en estos términos […] Sólo Jesús puede contar esto así, pero no por sus sentimientos humanitarios, sino porque lo que hace el extranjero con el malherido, él mismo lo ha hecho por todos más allá de toda medida».

La misma liturgia se hace eco de esta interpretación patrística en el hermoso prefacio común VIII, que sería muy recomendable utilizar en este domingo.

En el contexto del evangelio de Lucas y atendiendo al uso del verbo compadecerse (splagjnizomai) que este evangelista atribuye las otras veces a Jesús y a Dios Padre, esta lectura cristológica es válida y muy fecunda. Incluso más, tal vez por aquí habría que empezar la reflexión a fin de tomar conciencia del amor misericordioso, compasivo y activo con que Dios nos ama en Cristo a nosotros, caminantes heridos por el pecado. Pero no para quedarse allí; sino para este amor recibido abra nuestro corazón a la compasión que nos permitirá hacernos prójimos de los más necesitados.

 

Existe también la posibilidad de una lectura cristológica en la misma línea del mensaje original de la parábola del buen samaritano mediante su vinculación con la parábola de Mt 25 que nos invita a «reconocer» y «servir» a Cristo presente en el hambriento, en el desnudo, en el enfermo, en el encarcelado. Al respecto escribía el joven teólogo J. Ratzinger[5]: «Quien ha leído la parábola del juicio de Mt 25 sabe muy bien el porqué de la respuesta de Jesús en la parábola del buen samaritano. Prójimo es el necesitado que primero me sale al encuentro, pues por el mero hecho de ser necesitado es hermano del Maestro, que se me hace presente en el hombre más insignificante».

 

Ahora bien, importa ir más allá de las acciones concretas (necesarias por cierto) a la actitud fundamental que Jesús nos pide tener. Y la parábola es clara al respecto: los tres caminantes vieron la misma realidad, a un hombre malherido, medio muerto y, por tanto, necesitado de ayuda. Pero sólo se hizo prójimo el que tuvo compasión. Por tanto la verdadera «projimidad» o proximidad no brota de la mera visión o reflexión intelectual sobre la realidad, a veces teñida de ideología, sino desde una actitud compasiva. Sólo desde un corazón que tiene compasión se puede comprender la noción cristiana de prójimo. Al respecto tenemos la hermosa expresión del Papa Benedicto XVI: «El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia» (Dios es Amor, nº 31).

Es decir, para ver al necesitado como prójimo tengo que tener primero el amor de Dios en mi corazón. Y será este amor el que me impulse a ayudarlo, a socorrerlo sin importarme la «categoría» de persona que sea. Desde una mirada que brota de un «corazón que ve» o «amor que conoce» surge un concepto distinto del «prójimo», universal y concreto al mismo tiempo:

 

«La parábola del buen Samaritano nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de «prójimo» hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros» (Dios es Amor, nº 15).

 

Por su parte decía el entonces Card. Bergoglio en el Tedeum del 25 de mayo de 2003:

«La parábola del Buen Samaritano es un icono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que debemos tomar para reconstruir esta Patria que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el Buen Samaritano. Toda otra opción termina o bien del lado de los salteadores o bien del lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del herido del camino. Y «la patria no ha de ser para nosotros –como decía un poeta nuestro– sino un dolor que se lleva en el costado». La parábola del Buen Samaritano nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que sienten y obran como verdaderos socios (en el sentido antiguo de conciudadanos). Hombres y mujeres que hacen propia y acompañan la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se aproximan –se hacen prójimos– y levantan y rehabilitan al caído, para que el Bien sea Común. Al mismo tiempo la Parábola nos advierte sobre ciertas actitudes que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana».

Por último, recordemos que en el contexto del evangelio de Lucas esta parábola se encuentra en el camino de Jesús hacia Jerusalén, verdadera escuela del discipulado. Teniendo en cuenta esto es de notar que los personajes negativos de la parábola (el sacerdote y el levita) bajan (regresan) de Jerusalén, o sea van en dirección contraria a Jesús y sus discípulos que suben hacia allá. En cambio del Samaritano sólo se dice que «iba de camino», por lo que podemos suponer que llevaba la misma dirección que Jesús y sus discípulos. Así, el samaritano va por el camino de Jesús, del cristiano, y es el único en darse cuenta de lo que realmente había en el camino: un hombre necesitado. Es además quien tomó la actitud correcta: no se distanció sino que se aproximó y ayudó[6].

Notemos algo más del ejemplo negativo que nos ofrece la parábola: el sacerdote y el levita vuelven de celebrar el culto en Jerusalén, pero siguen cerrados al prójimo. Hay una clara dicotomía entre culto y vida; entre amor a Dios y al prójimo. En cambio la Eucaristía, el culto cristiano, de modo especial alimenta y educa para la caridad fraterna, tal como nos lo recordaba también Benedicto XVI en «Dios es Amor» nº 14: «La «mística» del Sacramento tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan (cf.1 Co 10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos «un cuerpo», aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí […] Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma».

 

En síntesis: el Papa Benedicto hablaba de interpretar bien la relación entre lejanía y proximidad. Este sería justamente el tema axial del domingo XV. Por una parte, la primera lectura nos recuerda la cercanía de Dios que se revela, que nos revela su Palabra. Y esta Palabra está también muy cercana, en nuestro mismo corazón. Esta es la experiencia fundamental del creyente: la cercanía de Dios; de Dios que Me ha hablado y A Quien le creo, aceptando su Palabra y poniéndola en práctica. Esta cercanía de Dios, vivida ya por Israel, llega en el Nuevo Testamento a un «realismo inaudito» («Dios es Amor» nº 12) porque Dios se ha hecho hombre; y de este modo se ha unido en cierto modo a todo hombre. Dios se nos ha hecho prójimo-próximo en Cristo para ayudarnos, curarnos y cuidarnos. Desde esta experiencia fundante el cristiano se siente impulsado a «ir y hacer lo mismo» (Lc 10,37).

Todo esto forma parte esencial de la «nueva lógica de la fe», tal como la explica el Papa Francisco en Lumen Fidei nº 20: «La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en la exégesis que el Apóstol de los gentiles hace de un texto del Deuteronomio, interpretación que se inserta en la dinámica más profunda del Antiguo Testamento. Moisés dice al pueblo que el mandamiento de Dios no es demasiado alto ni está demasiado alejado del hombre. No se debe decir: « ¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá? » o « ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá? » (cf. Dt 30,11-14). Pablo interpreta esta cercanía de la palabra de Dios como referida a la presencia de Cristo en el cristiano: « No digas en tu corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a Cristo. O “¿quién bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos » (Rm 10,6-7). Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano».

 

Y el gesto de cercanía y caridad es también anuncio de la fe: «El amor hace común todo lo que tiene, se revela en la comunicación. No hay fe verdadera que no se manifieste en el amor, y el amor no es cristiano si no es generoso y concreto. Un amor decididamente generoso es un signo y una invitación a la fe. Cuando nos hacemos cargo de las necesidades de nuestros hermanos, como lo hizo el buen samaritano, estamos anunciando y haciendo presente el Reino» (Card. Bergoglio, Mensaje de Cuaresma 2012).

En concreto, estamos invitados a preocuparnos por hacernos prójimos de los que cruzamos por el camino y necesitan nuestra ayuda. Es la circulación del ágape, del amor manifestado en Cristo. De modo especial este amor lo celebramos en cada Eucaristía; y un signo de que lo celebramos fructuosamente es que nos abrimos a la dimensión «social» de la misma, que complementa su innegable dimensión «mística».

PARA LA ORACIÓN (RESONANCIAS DEL EVANGELIO EN UNAS ORANTES):

 

Pregúntale a Dios…

 

Señor,  qué tengo que hacer?

  • AMARAS

 

No hagas más preguntas pequeño hombre,

Que tu Señor ha dicho y mandado:

  • AMARAS

 

Busca su modelo de Amor Divino,

Y toma hoy tu decisión, sin dudar:

  • AMARAS

 

Recoge tu indiferencia y relaja tus entrañas

Duélete del otro y aspira al premio eterno:

  • AMARAS

 

Mira a tu hermano próximo, no a la herida que lo afea

Observa más allá de tu miseria y la suya:

  • AMARAS

 

Vela por él y reclama al Padre  su Providencia,

Clama para que envíe su Fuerza:

  • AMARAS

 

Que al final del camino mirará el Señor si pusiste en ello

Tu  corazón, tu alma y tu espíritu:

  • Amén.

 

 

Ve y haz tú lo mismo

 

Tu palabra me invita a imitar los gestos de aquel samaritano,

Enséñame Jesús a descubrir a mi prójimo sufriente,

que nunca pase de largo ante el hermano o hermana que sufre.

Que sepa vendar sus heridas con el aceite de la alegría y el vino de la esperanza,

que tu amor me indique el camino para llevarlos a la Casa del Padre.

Que podamos todos juntos heredar la Vida Eterna.

Que amándote a tí con todas las fuerzas de mi alma, de mi mente y de mi corazón

Ame a toda persona que el Padre ponga a mi lado con tu mismo Amor.

 

También pienso Jesús que en aquel Samaritano

se refleja lo que hiciste por mí,

pusiste aceite y vino en la herida de mi humanidad

y con los sufrimientos de tu pasión de Amor

pagaste con tu Vida la deuda contraída de mi curación, es decir mi salvación.

 

Y ahora tu ejemplo me invita

a seguir tu camino, a entregar la vida como lo hiciste vos;

a ver en mi hermano o hermana, mi prójimo cercano

como un sacramento del amor de Dios.

Amén

 

Domingo de la semana 15 de tiempo ordinario; ciclo C

Se nos pide ser prójimo a los demás, como el samaritano de la parábola, vivir el mandamiento más alto… el amor

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley, y para poner a prueba a Jesús, le preguntó: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás». Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?». Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»” (Lucas 10,25-37).

  1. Jesús va de camino a Jerusalén, la ciudad donde acabará su vida y su misión. También nosotros vamos de camino por la vida. ¿Hacia dónde? El letrado le pregunta sobre el fin: “¿Qué hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús usa la pregunta para hacerle pensar: “¿qué está escrito en la ley?” Y el letrado responde de carretilla: “amarás al Señor, tu Dios, y al prójimo como a ti mismo”. Jesús lo corrobora. Pero el letrado insiste: “¿quién es mi prójimo?”

Estamos de viaje, y tenemos compañeros. El prójimo es todo el que va de viaje con nosotros y como nosotros, todos somos caminantes, peregrinos, y vamos a la misma meta, aunque no lo sepamos ni queramos saberlo. El hombre en la cuneta maltratado, robado, medio muerto… sin nombre, ni nacionalidad, ni cargo, porque ese hombre somos todos, podemos ser todos: los “sin papeles”, que mueren en pateras antes de llegar a su destino, y los enfermos de cólera que caían por los caminos, en la África de los Grandes Lagos durante la guerra de hutus y tutsis… hay muchos, demasiados hombres en la cuneta. Mientras, los expertos montan una teoría económica para justificar la ley de la selva, la ley de los fuertes. Son los bandidos legalizados por las sociedades avanzadas: especuladores, explotadores, ambiciosos, usureros, desaprensivos, violentos, terroristas, radicales y desalmados, torturadores e inquisidores. Jesús denuncia a todos los bandidos que maltratan y explotan al hombre, a la mujer, al extranjero, a los niños, a los negros, a los parados o que buscan empleo, a los que están en extrema necesidad, dispuestos a pasar por todo. Pero denuncia también a los sacerdotes y a los levitas, o sea, a todos los que buscan coartadas para encogerse de hombros ante la miseria y necesidades de los otros. Denuncia a los que convierten la religión en un pretexto para inhibirse de la política y de la actividad sindical, y a los que convierten a su Dios en una excusa para encerrarse en sí mismos, porque piensan que primero es Dios y luego el prójimo, para el que nunca tendrán tiempo ni voluntad.

En el siglo I los judíos odiaban a los samaritanos, que fueron excluidos del culto de Jerusalén, se les echa en cara que no cumplen ni un mandamiento. Vemos a un samaritano que recoge a aquel hombre indefenso sin tener en cuenta para nada límites nacionales o religiosos. Su amor no conoce fronteras, y en ello se corresponde con el amor de Dios, como Jesús nos dice: amad a vuestros enemigos, Dios lo hace también, hace salir su sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos (Mt 5,44).

El que atiende a su hermano, ése es el buen samaritano. No importan sus siglas de identificación, ni su ideología, ni su partido o sindicato, ni su religión, lo que importa es el amor a los otros. Hay muchos que tienen buenas doctrinas, pero sus obras no lo son. Nosotros mismos, los cristianos, presumimos de algo tan maravilloso como el evangelio, pero ¿qué hacemos? ¡Cuántos rodeos y cábalas para no atender a los necesitados! ¡Cuánta doctrina social de la Iglesia y qué poca Iglesia aplicada a ponerla por obra!

Jesús deja en claro dos cosas: que todos somos compañeros, prójimos, porque todos vamos por el mismo camino, que todos deberíamos comportarnos como buenos compañeros, como el buen samaritano. Sobran pretextos para caminar en corros y encerrarnos en el corral de nuestros prejuicios religiosos, nacionalistas, regionales, partidistas, clasistas, etc. Por encima de todo lo que nos diferencia (lengua, religión, cargo público, jerarquía, nación, sexo…), hay algo, lo único importante, que nos hace iguales: todos somos personas, hijos de Dios. Por eso deben prevalecer el amor y la solidaridad por encima de cualquier otra consideración. Ni el papa ni el rey son más persona que “el último mono”, ni son más hijos de Dios. Todos vamos a la casa del Padre, aunque nuestra túnica sea de distinto color (Eucaristía 1989).

«Anda, haz tú lo mismo». La parábola del buen samaritano es aparentemente una historia en la que Jesús no aparece. Y sin embargo lleva claramente su marca; nadie más que él podía contarla en estos términos: que los que debían practicar la misericordia, el sacerdote y el levita, se muestren indiferentes y pasen de largo, y que sea precisamente el extranjero el que tenga compasión del malherido «medio muerto», lo cure, le vende las heridas, lo cuide y, tras su marcha, siga preocupándose de él. Sólo Jesús puede contar esto así, pero no por sus sentimientos humanitarios, sino porque lo que hace el extranjero con el malherido, él mismo lo ha hecho por todos más allá de toda medida. El samaritano es un pseudónimo de Jesús, y cuando se dice al letrado: «Haz tú los mismo», se le está invitando a imitar a Cristo. Un humanista habría hecho algo a medio camino entre la omisión descarada de los dos primeros y la maravillosa obra de misericordia del tercero: quizá se habría dirigido a un puesto de guardia de los samaritanos, habría dado su informe y después habría proseguido su camino. En la sobreabundancia de la obra de misericordia se encuentra el sello de Cristo, algo que remite a la respuesta que Jesús había dado cuando se le preguntó qué hay que hacer para heredar la vida eterna: «Amarás con todo tu corazón», no sólo a Dios, sino también al prójimo (von Balthasar).

La Madre Teresa de Calcuta solía repetir con frecuencia: “Nunca dejemos que alguien se acerque a nosotros y no se vaya mejor y más feliz. Lo más importante no es lo que damos, sino el AMOR que ponemos al dar. Halla tu tiempo para practicar la caridad. Es la llave del Paraíso”.

El Papa Juan Pablo II, en su encíclica sobre el dolor humano, “Salvifici doloris”, nos hace una reflexión profunda sobre el buen samaritano: “El samaritano –dice— demostró ser, de verdad, el ‘prójimo’ de aquel infeliz que cayó en manos de los ladrones. ‘Prójimo’ significa también el que cumple el mandamiento del amor al prójimo… No nos es lícito ‘pasar de largo’ con indiferencia, sino que debemos ‘detenernos’ al lado del que sufre. Buen samaritano, en efecto, es todo hombre que se detiene al lado del sufrimiento de otro hombre, cualquiera que sea. Y ese detenerse no significa curiosidad, sino disponibilidad. Ésta es como el abrirse de una cierta disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva” (Salv. Dol., 28).

“Buen samaritano es –continúa el Papa— todo hombre sensible al dolor ajeno, el hombre que ‘se conmueve’ por la desgracia del prójimo. Si Cristo, profundo conocedor del corazón humano, subraya esta compasión, quiere decir que es ésta es importante en todo nuestro comportamiento de frente al sufrimiento de los demás. Es necesario, por tanto, cultivar en nosotros esta sensibilidad del corazón, que testimonia la ‘compasión’ hacia el que sufre”.

El buen samaritano por antonomasia es nuestro buen Jesús. Él “se compadecía y se enternecía de las muchedumbres porque andaban como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). Y enseguida ponía manos a la obra para remediar sus necesidades espirituales y corporales: las consolaba, les predicaba el amor del Padre; y también curaba sus enfermedades físicas y sanaba toda dolencia, multiplicaba los panes para darles de comer, a los ciegos les devolvía la vista, curaba a los leprosos, resucitaba a los muertos. Y, al final de su vida terrena, Él mismo quiso darnos su ser entero en la Eucaristía y en el Calvario, muriendo por nosotros para darnos vida eterna.

Esto es ser buen samaritano. Y tú, ¿eres ya un buen samaritano? ¿te has detenido alguna vez a lo largo del camino de la vida para curar las heridas del que sufre en su cuerpo o en su alma? ¿quieres ser, a partir de hoy, un buen samaritano para tu prójimo? Ojalá que sí. ¡Haz esto y vivirás! Jesús, veo que cambias la perspectiva de lo que te preguntan: «¿Quién es mi prójimo?», pues nos indicas «¿De quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí?».

Hoy, nos preguntamos: «De quién soy prójimo?» Cuentan de unos judíos que sentían curiosidad al ver desaparecer su rabino en la vigilia del sábado. Sospecharon que tenía un secreto, quizá con Dios, y confiaron a uno el encargo de seguirlo… Y así lo hizo, lleno de emoción, hasta una barriada miserable, donde vio al rabino cuidando y barriendo la casa de una mujer: era paralítica, y la servía y le preparaba una comida especial para la fiesta. Cuando volvió, le preguntaron al espía: «¿Dónde ha ido?; ¿al cielo, entre las nubes y las estrellas?». Y éste contestó: «¡No!, ha subido mucho más arriba».

Amar a los otros con obras es lo más alto; es donde se manifiesta el amor. ¡No pasar de largo!: «Es el propio Cristo quien alza su voz en los pobres para despertar la caridad de sus discípulos», afirma el Concilio Vaticano II en un documento.

Hacer de buen samaritano significa cambiar los planes («llegó junto a él»), dedicar tiempo («cuidó de él»)… Esto nos lleva a contemplar también la figura del posadero, como dijo Juan Pablo II: «¡Qué habría podido hacer sin él? De hecho, el posadero, permaneciendo en el anonimato, realizó la mayor parte de la tarea. Todos podemos actuar como él cumpliendo las propias tareas con espíritu de servicio. Toda ocupación ofrece la oportunidad, más o menos directa, de ayudar a quien lo necesita (…). El cumplimiento fiel de los propios deberes profesionales ya es practicar el amor por las personas y la sociedad».

Dejarlo todo para acoger a quien lo necesita (el buen samaritano) y hacer bien el trabajo por amor (el posadero), son las dos formas de amar que nos corresponden: «‘¿Quién (…) te parece que fue prójimo?’. ‘El que practicó la misericordia con él’. Díjole Jesús: ‘Vete y haz tú lo mismo’» (Lc 10,36-37).

  1. «El mandamiento está muy cerca de ti». Es precisamente esto lo que inculca ya la Antigua Alianza en la primera lectura, suprimiendo la aparente distancia entre Dios con su mandamiento y el hombre, que debe escucharlo y cumplirlo. La disculpa es tan fácil: el mandamiento del cielo es demasiado elevado, no es aplicable en la vida cotidiana, está demasiado lejos, más allá del mar, sólo pueden ponerlo en práctica los emigrantes y algunos ascetas especiales. No, porque todas las cosas tienen en Cristo su consistencia, el mandamiento está muy cerca de ti: tu conciencia puede percibirlo, está en tu espíritu, puedes comprenderlo, meditarlo, aplicarlo. Si el Logos es el arquetipo de todos los seres, entonces tú eres su imagen, llevas su impronta en ti.

El humanismo no niega la posibilidad de poseer esta ley primordial y de obedecer su imperativo; únicamente no ve que el hombre no es más que expresión y no el sello mismo, y que hay que mirar a este último para saber hasta dónde llega el deber del amor (H. von Balthasar).

Rezamos hoy: “por tu gran amor, oh Dios, respóndeme, por la verdad de tu salvación.” La ley está en nuestro corazón, Dios en nosotros: “tu amor es bondad; en tu inmensa ternura vuelve a mí tus ojos”…

  1. «Por él quiso Dios reconciliar consigo todos los seres». Jesús, que se oculta tras el extranjero de la parábola del evangelio, es en la segunda lectura «el primogénito» en el que «se mantiene» toda la creación. Sin este primogénito, sin este arquetipo, no habría creación alguna. La creación sólo existe porque «en él quiso Dios que residiera toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todos los seres», eliminar todas las disonancias existentes en el mundo, hacer coincidir a todos los contrarios que pugnan entre sí en su paz, lograda «por la sangre de su cruz». También la injusticia social de la que se habla en la parábola, que un hombre esté malherido en medio del camino, que las clases altas de la sociedad, los acomodados espiritual y corporalmente, pasen de largo sin hacer nada, también esto es expiado y reconciliado en la obra del Buen Samaritano, que ha derramado su sangre por el mundo. Por lo demás, no conviene olvidar las palabras del final «Anda, haz tú lo mismo». Pero antes de esta acción, está la obra universal de reconciliación realizada por Jesús, y antes de ésta, su elección como fundamento y arquetipo de la creación entera. La cadena entre estos tres eslabones es irrompible (von Balthasar).

Acudimos a la Virgen María y Ella -que es modelo- nos ayude a descubrir las necesidades de los otros, materiales y espirituales. Que sepamos llevar a las almas necesitadas a la posada, es decir a la Iglesia.

Llucià Pou i Sabaté

Papa Francisco. Domingo 14 de julio de 2013

 

Queridos hermanos y hermanas,
Hoy, nuestra cita dominical del Ángelus lo vivimos aquí en Castel Gandolfo. Saludo a los habitantes de esta bella ciudad! Quiero agradecerles sobre todo por sus oraciones y lo mismo lo hago con todos ustedes peregrinos que vinieron aquí numerosos.
El Evangelio de hoy –estamos en el capítulo 10 de Lucas- es la famosa parábola del buen samaritano. ¿Quién era este hombre? Era uno cualquiera, que descendía de Jerusalén hacia Jericó por el camino que cruzaba el desierto de Judea. Hacía poco, por ese camino, un hombre había sido asaltado por los delincuentes, robado, pegado y abandonado casi muerto. Antes del samaritano pasan un sacerdote y un levita, es decir, dos personas responsables del culto en el Templo del Señor. Ven aquel pobrecito, pero pasan más allá sin detenerse. En cambio, el samaritano, cuando vio aquel hombre, «tuvo compasión» (Lc 10,33). Se acercó, le vendó las heridas, cubriéndolas con aceite y vino; luego lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y pagó por él. Es definitiva, se hizo cargo de él: es el ejemplo del amor por el prójimo. Pero ¿Porqué Jesús elije un samaritano como protagonista de esta parábola? Porque los samaritanos eran despreciados por los Judíos, a causa de diversas tradiciones religiosas; y sin embargo Jesús hace ver que el corazón de aquel samaritano es bueno y generoso y que – a diferencia del sacerdote y del levita- él pone en práctica la voluntad de Dios , que quiere misericordia y no sacrificios (cfr Mc 12,33).
Un hombre que ha vivido plenamente este evangelio del buen samaritano es el Santo que hoy recordamos: san Camilo de Lelis, fundador de los Hermanos de los Ministros de los Enfermos, patrón de los enfermos y de los agente sanitarios. San Camilio muere el 14 de julio de 1614: justamente hoy se abre su cuarto centenario, que terminará dentro de un año. Saludo con gran afecto a todos los hijos e hijas espirituales de san Camilo, que viven con su carisma de caridad en contacto cotidiano con los enfermos. Sean como él buenos samaritanos!. Y también a los médicos, a los enfermeros y a aquellos que trabajan en los hospitales y en las casas de cura, les deseo de estar movidos por el mismo espíritu. Confiamos esta intención a la intercesión de María Santísima.
Y quisiera confiar otra intención a la Virgen. A esta altura, ya está cerca la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro. Yo partiré dentro de ocho días, pero muchos jóvenes partirán para Brasil incluso antes. Oremos entonces por esta gran peregrinación que comienza, para que Nuestra Señora de Aparecida, patrona de Brasil, guíe los pasos de los participantes, y abra sus corazones para acoger la misión que Cristo les dará (Traducción del italiano CA-jesuita Guillermo Ortiz)

[1] Muchos ven un paralelo con la predicación profética de la nueva alianza. Así: «La conexión de Dt 30,1-14 con la «nueva alianza» pregonada en los libros de Jeremías y Ezequiel – particularmente afines en este punto con la teología de la corriente deuteronomista – resultan innegables (cf. Jer 31,31-34; 32,37-40; Ez 18,31; 36,26)», F. García López, El Deuteronomio. Una ley predicada (CB 63; Verbo Divino; Estella 1997) 58. Lo mismo piensan R. Clifford, Deuteronomio (Queriniana; Brescia 1995) 150; G. Braulik, Deuteronomio. Il testamento di Mosè (Citadella; Assisi 1987) 94-95; y A. Mayes, Deuteronomy (NCBC; Grand Rapids-London 1991) 369.

[2] Un excelente y jugoso estudio lo encontramos en Comisión Episcopal para el gran Jubileo, ¡Fuego he venido a traer a la tierra! Orientaciones para las homilías desde el domingo XIV hasta el domingo XX durante el año (CEA; Buenos Aires 1998) 25-37. Lo seguiremos de cerca.

[3] El Evangelio según San Lucas II (Sígueme; Salamanca 2002) 118.

[4]  Luz de la palabra. Comentarios a las lecturas dominicales (Encuentro; Madrid 1998) 270.

[5] La fraternidad de los cristianos (Sígueme; Salamanca 2005) 48.

[6] Cf. P. Tena, El leccionario de Lucas. Guía homilética para el ciclo C (CPL; Barcelona 1991) 95.